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miércoles, 10 de marzo de 2010

La Importancia del Amor

Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy” (1 Corintios 13:1-2). La primera carta a los Corintios capítulo 13 ha sido llamada “el capítulo del amor” de la Biblia. Cuando el amor de Dios fluye a través de nosotros, tenemos un recurso inagotable que nos permite quitar la atención en nosotros para ponerla en los demás. El amor es el rasgo distintivo del cristiano. La marca más grande de un cristiano no es tener una calcomanía pegada en su carro, no es una Biblia debajo del brazo, no es colgar un crucifijo en el pecho. La verdadera marca del cristiano es el amor. Las demás cosas son solo símbolos de la fe que profesamos. El amor es la evidencia de que realmente pertenecemos a Dios. ¿Cómo comienza este amor? Se inicia cuando confiamos en Jesucristo como nuestro Salvador personal. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” (1 Juan 4:10). Al aceptar la muerte de Jesús en la cruz como pago de nuestra deuda de pecado, somos nacidos de nuevo y el Espíritu Santo viene a habitar en nosotros. Al tener al Espíritu de Dios en nuestro ser, su amor fluye a través de nosotros a las demás personas. Cuando esto sucede, nuestra vida cambia. Cuando el amor está presente, hay un poder en nosotros que nos permite vivir por encima de todas las circunstancias. Dios quiere que todos seamos fuentes andantes de su amor, dejando que el amor fluya a todas las personas necesitadas. De todos los mandamientos, Jesús dice que el más fundamental es el amor. Uno de los fariseos quiso probar a Jesús preguntándole: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento? Jesús dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:37-39). La manera de demostrar que amamos a Dios es cuando obedecemos sus mandamientos. Jesús dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. Si Dios nos ama, tenemos que amarnos unos a otros. Dios nos creó para que lo amaramos y para dejar que su amor brille a través de nosotros a un mundo necesitado. No aprender a amar a Dios y a los demás es no comprender el verdadero propósito de la vida. El Señor quiere que aprendamos a amarle como Él nos ama. Dios nos da un nuevo nacimiento en el momento de nuestra salvación; nos da un nuevo espíritu y una nueva capacidad para comprenderle (2 Corintios 5:17). A partir de ese momento, se desarrolla en nosotros una pasión por el Padre celestial, hasta ser consumidos por el deseo de agradarle. Dios es amor. La carta de amor que Dios nos ha dejado es la Biblia; es eterna, las frases están llenas de promesas y Él cumple cada palabra que dice. “Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él (1 Juan 4:7-9). Concluyo con este pequeño poema de amor. Dios no me envía flores al trabajo pero hace crecer hermosas flores en mi jardín. Él no me abraza pero siento su presencia cuando siento los rayos solares o la suave lluvia. Él no me regala diamantes pero las estrellas que colocó en el cielo brillan más que todos los diamantes. Él no me susurra al oído pero su voz esta siempre conmigo. Él no es un Valentín que ha jurado amor para toda la vida pero su amor es eterno. Lo demostró, no con regalos o promesas, sino ofreciéndose asimismo como el cumplimiento de la promesa. No está parado frente al altar, sino que se ofreció una vez y para siempre sobre el altar. ¡Todo eso lo hizo por amor! Todo eso lo hizo para que yo reciba la vida, para que yo lo conozca y lo ame por los siglos de los siglos. ¡Amén!


Copyright 2010 EDITORA LISTÍN DIARIO
Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy” (1 Corintios 13:1-2). La primera carta a los Corintios capítulo 13 ha sido llamada “el capítulo del amor” de la Biblia. Cuando el amor de Dios fluye a través de nosotros, tenemos un recurso inagotable que nos permite quitar la atención en nosotros para ponerla en los demás. El amor es el rasgo distintivo del cristiano. La marca más grande de un cristiano no es tener una calcomanía pegada en su carro, no es una Biblia debajo del brazo, no es colgar un crucifijo en el pecho. La verdadera marca del cristiano es el amor. Las demás cosas son solo símbolos de la fe que profesamos. El amor es la evidencia de que realmente pertenecemos a Dios. ¿Cómo comienza este amor? Se inicia cuando confiamos en Jesucristo como nuestro Salvador personal. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” (1 Juan 4:10). Al aceptar la muerte de Jesús en la cruz como pago de nuestra deuda de pecado, somos nacidos de nuevo y el Espíritu Santo viene a habitar en nosotros. Al tener al Espíritu de Dios en nuestro ser, su amor fluye a través de nosotros a las demás personas. Cuando esto sucede, nuestra vida cambia. Cuando el amor está presente, hay un poder en nosotros que nos permite vivir por encima de todas las circunstancias. Dios quiere que todos seamos fuentes andantes de su amor, dejando que el amor fluya a todas las personas necesitadas. De todos los mandamientos, Jesús dice que el más fundamental es el amor. Uno de los fariseos quiso probar a Jesús preguntándole: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento? Jesús dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mateo 22:37-39). La manera de demostrar que amamos a Dios es cuando obedecemos sus mandamientos. Jesús dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. Si Dios nos ama, tenemos que amarnos unos a otros. Dios nos creó para que lo amaramos y para dejar que su amor brille a través de nosotros a un mundo necesitado. No aprender a amar a Dios y a los demás es no comprender el verdadero propósito de la vida. El Señor quiere que aprendamos a amarle como Él nos ama. Dios nos da un nuevo nacimiento en el momento de nuestra salvación; nos da un nuevo espíritu y una nueva capacidad para comprenderle (2 Corintios 5:17). A partir de ese momento, se desarrolla en nosotros una pasión por el Padre celestial, hasta ser consumidos por el deseo de agradarle. Dios es amor. La carta de amor que Dios nos ha dejado es la Biblia; es eterna, las frases están llenas de promesas y Él cumple cada palabra que dice. “Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él (1 Juan 4:7-9). Concluyo con este pequeño poema de amor. Dios no me envía flores al trabajo pero hace crecer hermosas flores en mi jardín. Él no me abraza pero siento su presencia cuando siento los rayos solares o la suave lluvia. Él no me regala diamantes pero las estrellas que colocó en el cielo brillan más que todos los diamantes. Él no me susurra al oído pero su voz esta siempre conmigo. Él no es un Valentín que ha jurado amor para toda la vida pero su amor es eterno. Lo demostró, no con regalos o promesas, sino ofreciéndose asimismo como el cumplimiento de la promesa. No está parado frente al altar, sino que se ofreció una vez y para siempre sobre el altar. ¡Todo eso lo hizo por amor! Todo eso lo hizo para que yo reciba la vida, para que yo lo conozca y lo ame por los siglos de los siglos. ¡Amén!


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